Aparentemente, el entorno de Pedro Castillo tortura al mandatario con el fantasma de la “humalización”. A saber, que sería para él una vergüenza y un deshonor repetir la “hoja de ruta” de Ollanta Humala que, en esa versión interesada, es una traición a los ideales de izquierda para abrazar el culto satánico del neoliberalismo.
Esa acusación, sin embargo, no es sino una mala lectura de los hechos de la
historia política latinoamericana, en la que son muchos los casos en que esa
transición se ha hecho por mérito de gobernantes que a mucha honra y sacrificio
hicieron ese camino por el bien de sus pueblos. Humala no es sino uno más -y
ciertamente no el paradigma- de la larga lista de mandatarios que, en el trance
de colisión de sus ideologías con la realidad, tuvieron la valentía y la
honradez de dejarlas de lado para elegir lo que mejor convenía al país que se
le había encomendado gobernar.
Los nombres de ilustres presidentes que llegaron al poder con un programa
de izquierda radical pero tuvieron la lucidez de deshacer en una segunda
oportunidad los errores monumentales cometidos en la primera incluyen, por
ejemplo, al presidente boliviano Víctor Paz Estenssoro, quien en su segundo
gobierno deshizo los males causados en el primero. Al propio Alan García el pueblo
peruano le concedió generosamente la oportunidad de hacer lo mismo, y lo hizo.
Y están también aquellos otros que, sin necesidad de ensayar el error, no
bien conocieron las circunstancias reales en que les había tocado en suerte
gobernar, moderaron o incluso desecharon su programa inicial y comprendieron
por la sola fuerza de la lucidez que los hechos obligaban a esa transición en
el curso de pocas semanas, y lo hicieron sin traicionar sus convicciones
primeras. Destaca en el Perú entre todos ellos especialmente el nombre de
Alberto Fujimori.
En ese mismo camino, ha llegado para Pedro Castillo la hora de tomar la
decisión política de su vida. La misma que tomaron los estadistas que en su
hora crucial se negaron a ser una triste anécdota más en la historia de su
país, que es la de quienes nunca aprendieron a gobernar por no querer negociar
incluso si el pueblo le entregó un poder dividido entre el gobierno y la
oposición. El caso más grave fue el de Salvador Allende. Negociar no es un
deshonor, es un mandato y un deber cuando el pueblo vota así.
Por lo mismo, ha llegado también la hora de que la oposición comprenda lo
que le toca en este momento. Luego de renunciar democráticamente a los llamados
de algunos que en la primera hora hablaban de tocar las puertas de los
cuarteles, la oposición ha empleado un año entero en agudizar el conflico de
poderes para intentar la vacancia de la Presidencia sin alcanzar los votos del
Congreso para conseguirla. E insiste ahora en mismo expediente cuando debería
comprender que ese camino es ya inviable.
Ante esa evidencia, algunos han lanzado un grito de batalla que cae ya
fuera de los límites de la democracia, la ley y el Estado de Derecho: “solo nos
queda la calle”.
La calle tuvo una vez más su oportunidad en la última marcha.
Meritoriamente, estas han contenido a lo largo de un año el avance de los
sectores extremistas en el gobierno. Las marchas deben continuar, pero no en el
objetivo de conseguir la vacancia por la vía del hecho consumado del golpe de
masas, prolegómeno de la guerra civil a la que nos dirigimos ciegamente por ese
camino.
Pero hoy, las últimas marchas convocadas tanto para forzar la vacancia como
para cerrar el Congreso han sido un fiasco. Sí, un fiasco, hay que decirlo con
todas sus letras. Es hora ya de entender que no habrá vacancia, ni golpe de la
calle, ni disolución del Congreso, ni constituyente, porque el pueblo peruano
no quiere ninguna de esas cosas.
Pero Pedro Castillo comprendará ineludiblemente que no ha habido deshonor
ni vergüenza en la decisión política más importante de su vida, que ha sido la
de renunciar a la asamblea constituyente que ha rechazado rotundamente, y que
siguen luego los pasos para hacer posible alguna gobernabilidad provisional que
permita sacar al Perú de la parálisis en que se encuentra.
Para gobernar hay que tener como estandarte la gran sentencia de Bismarck:
“la política es el arte de lo posible”.
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