Nunca nos había gobernado una figura tan elusiva y difícil de descifrar. Claro que estamos desesperados por saber quién es realmente. En las calles y en las redes oímos de todo: desde “es el títere de Cerrón” hasta “es un senderista sin remedio” y “no sabe ni donde está parado”.
Personalmente, no estoy de acuerdo con ninguna de las suposiciones
anteriores. A través de las actas de las sesiones del Consejos de Ministros de
agosto, dadas a conocer por el dominical Punto Final, podemos ver que el
Castillo que nosotros vemos es el mismo Castillo que gobierna. Un hombre de
pocas palabras.
¿Puede el silencio ser un arma para gobernar? El silencio nos puede
decir mucho: nos puede hablar de ponderación y de cautela, o de simple y llana
inexperiencia. En todo caso, el silencio de Castillo ha logrado que se
mencionen todos los nombres menos el suyo. Más bien, son otros actores de su
gabinete quienes terminan siendo blanco de críticas: Guido Bellido, el que es
impertinente con la prensa; Iber Maraví, el ministro del Movadef que será
interpelado por el Congreso; Pedro Francke, el ministro que se moderó y que
lleva el peso de la economía del país en sus hombros.
¿Y Pedro Castillo? ¿Dónde queda el presidente en todo esto? En la
sombra. Y eso no hace más que recordarme una frase de Sun Tzu: “quien es
invisible e inaudible es dueño del destino de su enemigo”.
Lo que busco con esta reflexión es inducir a que miremos más de cerca a
Pedro Castillo. Que dejemos de asumir. Que nos despojemos de nuestros sesgos (o
que al menos lo intentemos) y que juzguemos a Castillo con una mirada más
minuciosa. El hecho es que aún no sabemos quién es Pedro Castillo, y es
peligroso asumir que ya lo tenemos descifrado. Castillo es, todavía, un
misterio.
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