La expresión “buen gobierno” hace referencia al ejercicio del poder en un país con el objetivo de conducir al pueblo por caminos y objetivos concretos de desarrollo económico y social. Mediante ese ejercicio, los ciudadanos esperan ver materializadas sus expectativas a corto, mediano y largo plazo.
La voluntad popular
puede haber sido influenciada por emociones extremas o por la urgencia de
satisfacer necesidades básicas, sin detenerse en la reflexión de qué opción
podría garantizar un buen gobierno. Pero históricamente estos factores no han
conducido a la mejor decisión. Lamentablemente, esto es lo que una y otra vez
se repite en nuestro país.
En aquellas naciones
que han logrado un alto grado de desarrollo humano y que por ello disfrutan de
los más altos estándares de vida posibles, la consigna ciudadana parece ser
“cuánto mejor calidad de vida y desarrollo tenemos, somos más exigentes para
elegir a nuestras autoridades”, como si los acompañara la conciencia de una
corresponsabilidad en el éxito o el fracaso.
Por el contrario, en
la mayoría de países iberoamericanos que no gozan de esos estándares y en los
que los problemas y necesidades se multiplican hasta el infinito, los
ciudadanos confían en que el cambio puede ser realizado por cualquier persona
que se aventure a gobernar (sin experiencia y sin conocimiento), por una
especie de “mesías”, o que la política del “ensayo y error” conduzca a una
mejor decisión en el futuro.
Este es el caso del
Perú, en el que la aplicación de esta política del régimen precedente, sea por
ignorancia o temeridad, ocasionó la pérdida de muchas vidas humanas no solo por
causa de la ineficacia de las llamadas pruebas rápidas de detección para el
virus del COVID-19, sino también por la adquisición de una vacuna con menor
garantía de protección.
Actualmente podemos
citar a varios personajes de la política internacional que tuvieron una
preparación para poder gobernar y ejercer un liderazgo que les ha permitido
generar consensos más allá de sus respectivas ideologías y que pese al
descontento de algunos no existen dudas de la calidad del papel que desempeñan.
En Rusia, por
ejemplo, tenemos a Vladimir Putin. En Francia, a Emmanuel Macron. Y en Estados
Unidos, a Joe Biden. Nos preguntamos: ¿Por qué en el Perú no podemos considerar
lo propio sobre los elegidos para gobernar? Respuesta: Porque desde que se
anuncia la elección de algún candidato no solo se cuestiona su preparación para
la labor que va a desempeñar, sino también su falta de experiencia en la
gestión pública y que solo estará para garantizar el reparto de poder entre
algunos como resultado de los compromisos que asumió durante la contienda
política.
En el Perú del
bicentenario nos toca ser testigos del reparto del poder para responder a los
compromisos asumidos por la elección, con una ausencia de visión de futuro y de
un plan que permita responder a los problemas más urgentes del país. Se han
señalado “buenas ideas”, pero no se sabe cómo llevarlas a cabo y sin la
garantía de que los mejores cuadros se harán cargo. Deberíamos pensar en nuevas
fórmulas que garanticen el “buen gobierno” sin depender solo de la voluntad
popular, que no siempre es acertada.
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