¿Recuerda, amable lector, la reciente asonada contra el campamento de la minera Apumayo en Ayacucho, donde incendiaron decenas de unidades y equipos de perforación, transporte, etc., arrasaron con todas las instalaciones de esta importante mina aurífera y amenazaron con quitarle la vida a los ejecutivos y trabajadores que regresasen a esas instalaciones privadas? Fue un acto vandálico, criminal. Algo nunca registrado, que revela el grado de crispación social al que viene llevando al Perú.
A pesar de lo
escalofriante de las fotografías y videos que demostraron el hito de violencia
desatado, la noticia no produjo la conmoción que correspondía porque el
gobierno se encargó de extinguirla, bajo los mecanismos desinformativos
característicos de las izquierdas.
Toda una farsa. La
principal voz de “sosiego” y “normalidad” provino de la primera ministra Mirtha
Vásquez, una antiminera por antonomasia, integrante de la ONG Grufides
propiedad de su mentor, el comunista ex cura Arana. Sin embargo, esta pequeñeja
premier, con voz suavecita y modos inocentones se convierte en fiera indomable
al tiempo de encarar el tema de la minería nacional. Vásquez no puede contener
su resentimiento social.
Y mucho menos aún,
está dispuesta a perder su carrera labrada a pulso en ese apetitoso negocio de
la antiminería, suculentamente financiado a través de oenegés -como a la que
ella pertenece- por los grandes capitalistas dispuestos a controlar países como
el Perú. Ejemplo, el magnate Soros.
Sin embargo, al
momento en que Vásquez fuera designada premier, los mineros, la SNI, Confiep,
muchos bancos y empresas de diferentes gremios aplaudieron su designación.
Olvidaron como suelen hacerlo el poema de Niemöller: “Primero vinieron por los
socialistas, y yo no dije nada, porque yo no era socialista. Luego vinieron por
los sindicalistas, y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista.
Después vinieron por
los judíos, y yo no dije nada, porque yo no era judío. Luego vinieron por mí, y
no quedó nadie para hablar por mí”. Es bueno recordarlo, amable lector. ¡Sobre
todo, ahora! Porque, como sentenció el filósofo Edmund Burke, “Lo único
necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada”.
Como corolario al
ataque terrorista -eso fue lo que ocurrió en el campamento minero Apumayo- la
premier lo justificó llamándole “enfrentamiento entre pobladores y empresa.”
Pero, además, quebrantó la legalidad al concluir: “En estos conflictos podrán
existir factores que distorsionen la protesta. Pero por esos factores no
podemos descalificar de plano las legítimas demandas.
La violencia no las
descalifica.” En otras palabras, no sólo convalidó sino justificó esa
incendiaria asonada terrorista contra un campamento minero. Algo inadmisible en
todo Estado de Derecho, como en el que hoy todavía nos encontramos. Doblemente
condenable. Porque quien lo dijo es la segunda autoridad del poder Ejecutivo de
una nación que ruega desesperadamente inversión privada -nacional y foránea-,
mientras dinamita la seguridad jurídica que exige el inversionista.
El elocuente silencio
del presidente Castillo lo convierte en cómplice de este legicidio, aunque no
lo denuncie la Fiscalía. ¡Nueva causal para su vacancia!
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